(San Bernardo de Claraval)
Desde que el mundo es mundo, pero especialmente en los últimos tiempos, el hombre ha amado la literatura fantástica: la imaginación, utilizada noble y francamente, ha dado origen, no sólo a las novelas de Edgar A. Poe, Verne o Tolkien, sino a un sinfín de autores que han sabido entretenernos sana y sabiamente en los ratos de ocio que permite nuestra existencia. Sin embargo, como los actos humanos pueden tener más de un fin, no pocas veces se ha utilizado este género para imponer las ideas de la época o bien para hacer pasar por verdad una simple mentira.
Hace apenas algunos años, con bombos, platillos y un enorme esfuerzo de la propaganda, la novela (y posterior película) El Código Da Vinci, tuvo récord de audiencia. El film, por cierto, no hubiese tenido mayor acogida a no ser que, como se dio, se volcase a repetir las falacias políticamente correctas contra la Iglesia. En la obra, «sin pretensiones históricas», aunque siempre argumentando el «género fantástico», todo gira en torno a un supuesto secreto guardado en La última cena de Da Vinci y custodiado por los Templarios desde la época de las Cruzadas; el «Santo Grial», del cual se ha escrito tanto, no sería el cáliz usado por Cristo en la primera Misa de la historia, sino su secreta relación con la Magdalena… En fin, todo mezclado como en un licuado de frutas, se repiten allí las falsedades —por cierto, para nada originales— que ya existían en los albores del cristianismo y fueron refutadas (y hasta previstas[1]) con el correr de los años.
Los templarios emergían una vez más del silencio de la historia y esta vez al público en general, siendo no sólo los antecesores del Opus Dei[2], sino —palabras más, palabras menos— los antepasados de los masones, fundadores de la magia negra, descubridores de América, alquimistas, pederastas, etc. Faltaba nomás que fuesen los asesinos de John Lennon y los fundadores del rock and roll…[3]
La literatura que los menciona, en realidad, no nació con la película citada, sino que abunda desde hace rato en las librerías de best-sellers y de pasatiempo. O más aún, sin levantarse del asiento podemos hacer la prueba en internet, donde aparecerán millones y millones de títulos que los mencionan. Pero, ¿quiénes eran estos «templarios»? Y en su caso, ¿a qué tanta historia? ¿Por qué tanto enigma? Anticipemos antes de resumir los acontecimientos, nuestra opinión: creemos que la historia moderna ha reducido a los templarios a los duendes de la Edad Media, por dos razones: la primera corresponde al modo de vida y de santificación de la Orden, es decir, su vida religiosa era la vida militar («Son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones, tanto que yo no sé cómo habría que llamarlos, si monjes o soldados», diría el gran San Bernardo) y la segunda en cuanto al fin: la defensa de la Fe y de la independencia de la Iglesia frente al poder estatal —cosa que les costará la vida, como veremos.
Pero veamos primero los orígenes del Temple y la vida del todo singular que llevaban sus miembros[4].
Los orígenes del Temple
La historia se remonta hacia el año 1099, época gloriosa para la Cristiandad en que los cruzados habían recuperado Tierra Santa caída en manos de los musulmanes cuatrocientos años antes[5]. Durante los cuatro siglos de ocupación, la convivencia entre cristianos y moros había sido, con sus más y sus menos, tolerable, permitiéndose la afluencia de peregrinos llegados desde Europa, para visitar la tierra de Cristo; sin embargo, la invasión de los turcos selyúcidas[6] convertidos hacía poco a la fe de Mahoma y fervorosos como todo neoconverso, había cambiado el panorama, haciendo que la convivencia pacífica desapareciese.
La no tolerancia de los «infieles» y la persecución contra los cristianos, fue el detonante de lo que se dio en llamar las Cruzadas, con la consiguiente reconquista y reinado cristiano de los Santos Lugares, que durará hasta 1291, fecha trágica si las hubo.
Este marco histórico no sólo hará que nazcan nuevas órdenes religiosas como los templarios y hospitalarios (1113), sino que hasta una nueva espiritualidad laical en el seno de la sociedad: una espiritualidad de lucha y de conquista por el reinado de Cristo[7].
Con la toma de Jerusalén, los peregrinos europeos —seguros de caminar ahora por tierras locales— retomarían sus viajes más allá del Mediterráneo para satisfacer un voto o cumplir una promesa. Los cruzados eran la garantía de su seguridad; pero eso no duraría mucho tiempo. Sucedía que también los cruzados eran una especie de peregrinos guerreros; muchos de ellos habían hecho voto de ir a la Cruzada y, una vez terminadas las batallas, volvían a sus hogares dejando los Santos Lugares reconquistados. Esto llevaba a que, sin seguridad visible, los caminos de peregrinación se convirtiesen en verdaderas «zonas liberadas» para el pillaje y el vandalismo; el ojo del amo siempre engorda el ganado…
La seguridad entonces, era nuevamente necesaria; fue así como, conscientes de esta situación, algunos nobles caballeros decidieron conformarse mediante un voto solemne, para defender a los peregrinos que visitasen aquellas tierras. Entre ellos, los franceses Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Audemar fueron los primeros en tomar la resolución (en 1119); no se trataría simplemente de una guardia o milicia cristiana, sino que se le agregaría una característica que cambiaría por completo la sustancia: serían religiosos. No se trataba, en efecto, de militares que se santificaban con las prácticas religiosas, sino de religiosos que lo hacían por medio de la milicia armada. A los votos de castidad, pobreza y obediencia, se le añadiría entonces, uno más: el de la defensa armada de los peregrinos.
Tal fue la decisión y el ansia de defender a los más débiles que, cinco o seis años después, ya eran nueve los miembros de la más alta alcurnia dispuestos a emprender la aventura; uno de ellos era, ni más ni menos, Andrés de Montbard, tío del gran San Bernardo, abad de Claraval.
Ya en Jerusalén, los primeros «Pobres Caballeros de Cristo» (ese fue el nombre que se impusieron) luego de hacer sus votos ante el patriarca, recibieron del rey Balduino II, la posesión de la explanada del Templo (1119-1120) y, posteriormente, de la Torre de David, primera residencia real que se identificaba con el antiguo Templo de Salomón y que los musulmanes habían convertido en la mezquita Al-Aksa. Fue por este enorme templo que, con el correr de los años recibirían el nombre de «templarios» adoptando su propia cruz que se haría famosa (X).
Quienes elegían esta vocación, se encontraban jerárquicamente distribuidos según el origen: en primer lugar los nobles caballeros, encargados de ir al frente en la batalla como era costumbre en la Edad Media; en segundo lugar los sargentos y escuderos que se incorporaban como ayudantes; luego los sacerdotes y clérigos como responsables del servicio religioso y, por último, los artesanos, criados y ayudantes que obraban como hermanos legos de la orden. Tal era el fervor por «cruzarse», que en pocos años el Temple vio engrosadas sus filas como un reguero de pólvora. Basta con visitar alguna vez el Santo Sepulcro de Jerusalén para ver grabadas infinidad de cruces templarias o cruzadas en su interior, grabadas por los guerreros que allí llegaban.
Pero la incipiente orden contaría además con una ayuda «extra» pues, como dijimos más arriba, el famosísimo San Bernardo, predicador de cruzadas y fundador de monasterios, por su parentesco con uno de los primeros caballeros, se ocuparía en persona de reunirse en audiencia con el Papa Honorio II, convocando ni más ni menos que un Concilio en Troyes (Francia, 1128) donde se regularían los detalles de la Nova Militia.
El furor causado por los caballeros y la protección prestada a los peregrinos, haría que se convirtiesen rápidamente en los religiosos à la mode de las Cruzadas; en efecto, la ayuda que prestaban a la Cristiandad no era menor, al garantizar las peregrinaciones sin contratiempos, por lo que, en 1139 el papa Inocencio II les concedió una bula (Omne datumoptimum) concediéndoles la independencia y la exención del diezmo para las diócesis en que se encontrasen, cosa que no agradó demasiado a ciertos prelados apegados a las cosas de este mundo. No olvidemos ambos detalles.
Pero veamos ahora las virtudes de estos monjes-caballeros y su vida cotidiana.
Las virtudes del templario
Quien hubiese ingresado en la Orden del Temple, ya sea en Europa, en Chipre o en Tierra Santa, sabía que había dejado el mundo para siempre, como hacen los religiosos. Desde ese momento, debían santificarse por medio de la Regla de la orden y de los votos, cosa que no era algo sencillo para nobles venidos del mundo. Se entiende entonces, que uno de los más difíciles para cumplir fuese el de obediencia, por medio del cual, el religioso somete su voluntad al superior en todo lo que no sea pecado y por amor de Dios.
La obediencia del templario, amén de ser una virtud y un voto, era una necesidad imperiosa en un lugar donde el medio de santificación principal estaba constituido por la vida militar, de allí que, para despertar a los incautos o amedrentar a los vanidosos, el maestre (título que se le daba al superior de la orden) alertase frente a todo el Capítulo, al aspirante que deseaba abrazar este género de vida:
Noble hermano, gran cosa pedís, pues de nuestra religión no veis más que la corteza que está fuera, mas esa corteza es que nos veis poseer hermosos caballos y bellos arneses, nos veis bien beber y bien comer, y bellamente ataviados, y os parece que aquí estaréis muy a placer. Mas no conocéis los fuertes mandamientos que contiene, pues es cosa extraña que vos, que sois señor, os hagáis siervo de otros, pues con gran dificultad haréis cosa que vos queráis. Si queréis estar en la tierra de este lado del mar [en Occidente] seréis mandado al otro lado. Si queréis estar en Acre, seréis mandado a la tierra de Trípoli, o de Antioquía, o de Armenia… o a otras tierras en las que tenemos casas y posesiones. Y si queréis dormir, se os hará velar, y si queréis por ventura velar, se os mandará que vayáis a reposar en vuestro lecho[8].
El fin inicial de la orden, la defensa de los peregrinos, comenzó a verse desbordado desde el momento en que las tropas musulmanas continuaban acechando los territorios reconquistados para la Cristiandad; fue así como estos monjes-guerreros comenzaron a ser verdaderas tropas de élite indispensables. Era tal la bravura de sus hombres, tal la honradez en el combate y fuera de él, que hasta sus mismos enemigos los alababan: «Los caballeros eran hombres piadosos, que aprobaban la lealtad a la palabra dada», declaraba Ibn-al-Athir. Eran, al decir de un cronista árabe: «los guerreros más prudentes del mundo».
Eran hombres realmente disciplinados pues el incumplimiento de los votos en materia grave y escandalosa, podía ser motivo de expulsión de la orden y de graves castigos[9]; todos los templarios estaban obligados por la Regla a obedecer incluso en el campo de batalla sin poder rendirse jamás: «el caballero debía aceptar el combate, aunque fuese uno contra tres»[10], se mandaba; y los reglamentos eran tan severos que sólo a regañadientes autorizaban a acudir en ayuda de algún caballero que, «alocadamente», se hubiese apartado de la compañía y sólo si «su conciencia se lo ordenara» para «volver a su fila noblemente y en paz»[11]. Es decir, a pesar de la obediencia, siempre se salvaguardaba el ámbito de la conciencia recta.
En cuanto a los bienes del Temple y el voto de pobreza, mucho se ha dicho. Veamos qué prescribían sus reglamentos[12]: comían carne tres veces por semana y lo que sobrase debía ser entregado rigurosamente a los pobres. Las vestimentas debían ser similares y del mismo color para no hacer diferencia ni fomentar la vanidad en estos antiguos nobles: ropa blanca o negra, o de buriel (parda) con el manto blanco, significando la castidad que es «seguridad de ánimo y salud de cuerpo»; los ropajes «no deben tener superficialidad alguna ni soberbia», estándoles prohibido llevar pieles, salvo de cordero o de carnero. El equipo completo del caballero incluía la cota de malla, el yelmo y los demás elementos de la armadura: cota de armas, espaldarcete y calzado de hierro. Sus armas eran la espada, la lanza, el mazo y el escudo. También llevaban tres cuchillos: uno de armas, otro para el pan y una navaja. Los caballeros podían tener una manta para el caballo, dos camisas, dos calzones y dos pares de zapatos. Dos mantos: uno para el verano y otro, forrado, para el invierno. Llevaban una túnica, una cota y un cinturón de cuero. Se especificaba en la Regla que se debía evitar cualquier concesión a la moda. Su cama se componía de un jergón, de una sábana y de una manta. Además, un grueso cobertor blanco o negro, o a rayas. Se preveían asimismo las bolsas necesarias en período de expedición, para guardar su equipo de armas o sus ropas de noche. Disponían de una servilleta de mesa y de una toalla para el aseo.
Estos caballeros que ahora parecían mansos corderos en la paz y tremendos leones en la guerra, no habían nacido como se los conocía. El mismo abad de Citeaux se ocuparía de recordarles su origen para evitar todo tipo de vanagloria ante los aplausos que recibían del mundo: «Lo más consolador y extraordinario —decía— es que, entre tantísimos (…) son muy pocos los que antes no hayan sido unos malvados e impíos: ladrones y sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros. Por eso, su marcha acarrea de hecho dos grandes bienes y es doble también la satisfacción que provocan: a los suyos, por su partida; a los de aquellas regiones, por su llegada para socorrerlos (…). Pues Cristo puede vengarse también de sus enemigos de dos maneras a su vez: primero vence a sus mismos soldados con su conversión, y después se sirve de ellos habitualmente para conseguir otra victoria mayor y más gloriosa»[13].
García-Villoslada comenta que, en lo personal «vivían pobremente, con tanta escasez, que Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Audemar no disponían más que de un caballo para los dos»[14]; esta misma imagen, tomada de aquí o de otro episodio, se representaría en el sello de la orden donde se muestran dos caballeros en una misma cabalgadura.
En cuanto a los bienes de la orden, gracias a las donaciones recibidas y las haciendas entregadas a título de encomiendas[15], los templarios podían vivir su vida religiosa y militar con total independencia. Tal era la confianza en su administración que, según los economistas, fueron ellos mismos los fundadores —sin saberlo— de las letras de cambio, como veremos más adelante. Una de las haciendas de los templarios, intervenida en 1307 al momento de la supresión de la orden y en la misma ciudad donde se fundó (Troyes) permitiría ver cómo se manejaban. Allí, en un inventario realizado, se leen los siguientes bienes:Para uso de las personas, hay ochenta mantas y cojines, veinte pares de sábanas de cama (viejas, según especifica el inventario), seis sargas (lo que llamamos colchas) y un cobertor (malo). En la cocina se encuentran cuatro ollas de metal y una grande, además de dos ollas agujereadas. También hay «una jofaina para lavarse las manos y una bacía de barbero». La batería de cocina incluye asimismo tres sartenes de mango y otras dos también de mango, y una paila de hierro, dos morteros, dos majas y «cinco viejas copas de madera», seis pintas, dos cuartillos de estaño y diez escudillas de estaño «grandes y pequeñas». Sólo se mencionan los utensilios de metal, como ocurre en numerosos inventarios, lo que sugiere que no se tomaban la molestia de tener en cuenta los utensilios comunes de barro. También los objetos de la capilla se ven enumerados: dos cruces de «Limoges» (es decir de cobre esmaltado), dos aguamaniles, uno de cobre y otro de estaño, un misal, un antifonario, un salterio, un breviario y un ordinario. El mobiliario de la capilla incluye dos candelabros de hierro y dos de cobre, y un cáliz de plata dorada. Además, «tres receptáculos que contienen reliquias». Finalmente, hay ropa de altar: tres manteles y tres pares de ornamentos «suministrados todos ellos para celebrar en el altar», es decir la vestimenta litúrgica del celebrante. Además, una pila de agua bendita y un incensario, ambos de cobre…[16].
Como vemos, no se trataba de gran cosa. Pero pasemos ahora qué idea tenía de ellos un santo doctor de la Iglesia, aquél que fue —al decir de un autor— la rueda que hizo girar la Europa medieval.
Fuente: quenotelacuenten
P. Javier Olivera Ravasi